A veces la tarea de padres, educadores, cuidadores o personas de referencia de un niño no suele ser nada fácil. En el día a día surgen multitud de situaciones en las que la lógica y las palabras, que como adultos estamos acostumbrados a utilizar (casi siempre) para resolver los problemas, no sirven de mucho con ellos y esto puede llegar a desesperarnos y a hacernos perder la paciencia.

Seguro que os resultan familiares escenas como en la que de repente llegas al súper y tu hijo de 5 años se tira al suelo con una rabieta porque quiere que le compres unos cromos, o porque su hermana le ha quitado el eslain, o simplemente no entiende que hay que vestirse para llegar al colegio a tiempo, o quiere contarte algo que para él es muy importante justo en el momento en que estás entablando una conversación con otro adulto…

Sí; todos vivimos constantemente estas situaciones, y resulta humano que la paciencia se nos agote. Nos cuesta entender el mundo a través de la mente de ellos. Incluso a veces nos podemos llegar a sentir presionados o juzgados por la gente que observa y que espera que impongas normas de comportamiento válidas para un niño en un sitio público. Es en esos momentos cuando quizás recurrimos al “porque yo lo digo”, o a ponerles delante de una pantalla e ignorar la emoción que están poniendo de manifiesto.

Y es que podemos ser expertos en saber cuándo nuestros hijos tienen fiebre, cómo curarles una herida, qué dieta sana hacerles comer. Pero cuando se trata del cerebro del niño hay algunas cosas que se nos pueden escapar.

Personalmente me resulta muy gráfica la manera en la que algunos autores como D.J. Seigel explican el funcionamiento del cerebro del niño y la importancia de un apego seguro en la infancia, y hoy os voy a intentar transmitir algunos conceptos importantes que nos pueden llevar a ajustar expectativas como padres y a la vez motivarnos para ayudarles en la difícil tarea de la integración cerebral.

Lo primero que debemos conocer es que el cerebro se divide en dos hemisferios, y cada uno de ellos tiene funciones muy distintas. El hemisferio izquierdo es lingüístico, literal, analítico, y lógico, mientras que el hemisferio derecho es emocional, holístico, “visceral” y no verbal.

En los niños pequeños predomina el hemisferio derecho, sobre todo hasta los tres años. Y no es hasta la edad del “por qué” cuando el hemisferio izquierdo empieza a activarse y van encontrando una causalidad en el mundo que les rodea.

Sabiendo esto entenderemos que un niño no va a poder emplear la lógica y las palabras para expresar de una manera adecuada sus sentimientos, y mucho menos cuando éstos los siente con una intensidad elevada.

Si nuestra buena hija de 5 años tiene un berrinche porque no puede salir a la calle en bañador en pleno invierno, probablemente no es el mejor momento para darle una lección sobre meteorología. O si tu hijo de once años se siente dolido porque piensa que le das un trato de favor a su hermano la respuesta adecuada no será enseñarle un cuaderno donde apuntas el número de riñas que se ha llevado cada uno.

Y ¿qué podemos hacer para ayudarles en la ardua tarea de integrar ambos hemisferios? La respuesta es CONECTAR con ellos desde nuestro hemisferio derecho para poder más tarde REDIRIGIR.

Cuando un niño esta alterado la lógica no suele surtir efecto hasta que hayamos respondido a las necesidades emocionales del hemisferio derecho. Sintonizarnos con ellos significa conectarnos, permitir que el niño “se sienta sentido”, hacernos cargo de su emoción y demostrar empatía por cómo se está sintiendo. (Entiendo que ahora estás muy enfadado y sientes que no quieres ni ver a tu hermano. Yo también lo estaría si me hubiera perdido mi libro. No pasa nada si quieres seguir disgustado, pero cuando quieras podemos buscar alguna alternativa…)

La sintonía es la armonía entre el estado interno de los padres y el estado interno de los hijos, y se suele alcanzar cuando unos y otros comparten señales no verbales como el contacto físico, el tono de voz tranquilizador, etc.

Cuando sintonizamos con un niño le estamos permitiendo equilibrar sus propios estados corporales, emocionales y mentales.

Con todo esto no quiero decir que no deba haber límites solo porque el niño no tiene su hemisferio izquierdo a pleno rendimiento. Hay conductas que se deben seguir considerando prohibidas incluso en los momentos de emociones intensas. Puede que sea necesario interrumpir una conducta destructiva y apartar al niño de la situación antes de empezar a conectar y redirigir. Pero lo que está claro es que el niño estará mucho más receptivo cuando el cerebro izquierdo vuelve a activarse, y por tanto la disciplina será entonces mucho más eficaz. Mediante la “corregulación” te harás un gran favor (y se lo harás a él).

Ayudarles a integrar ambos hemisferios no es sólo una tarea que se ponga en práctica ante las rabietas. Cuando nuestros hijos sufren una experiencia dolorosa, un enfado con un amigo, una caída en el patio, la muerte de una mascota o de un abuelo, es importante animarles a contar una y otra vez su vivencia. Aunque pensemos que se le olvidará o que es mejor no hablar del tema para ahorrarle sufrimiento en realidad lo adecuado es todo lo contrario. La manera de integrar las emociones del hemisferio derecho con la historia autobiográfica y darles un sentido es hablar de ello, dibujar o escribir, para que no se queden atascadas o disociadas.

Ya hemos hablado del hemisferio derecho y del hemisferio izquierdo. Ahora vamos a imaginar el cerebro como dividido en dos plantas. La planta de abajo y la planta de arriba. En la planta baja están las zonas más primitivas que se ocupan de las funciones básicas, de los impulsos, de las emociones fuertes (como la ira y el miedo); y en la planta de arriba, (el cerebro superior), las funciones están mucho más evolucionadas. Allí tienen lugar los procesos mentales más elaborados como el pensamiento y la planificación. Es en esta planta de arriba donde se encuentran muchas de las actitudes que queremos ver en nuestros hijos, como la toma de decisiones, la planificación con sensatez, el control de las emociones, sentir empatía, ser éticos…

Pero la mala noticia es que aunque el cerebro inferior está plenamente desarrollado al nacer, el cerebro superior no alcanza la madurez completa hasta bien pasados los veinte años.

Esto significa que todas las competencias que queremos que tengan nuestros hijos dependen de una parte de su cerebro que todavía no está desarrollada.

No es realista esperar que los niños sean siempre racionales, que controlen sus emociones, que piensen antes de actuar y que muestren empatía.

Pueden manifestar algunas de estas cualidades en diversos grados la mayor parte del tiempo, según la edad, pero en general los niños simplemente no disponen del conjunto biológico de aptitudes para hacerlo todo el tiempo.

Al fin y al cabo nuestros hijos sacan el máximo provecho posible al cerebro en desarrollo que tienen.

Aun así, he de decir que no es lo mismo una rabieta del cerebro superior, donde nos damos cuenta de que el niño sabe lo que hace y que sigue una estrategia para conseguir un fin deseado, (como un niño de 12 años que quiere que le compres unas zapatillas en el centro comercial), que una rabieta en el cerebro inferior, donde la amígdala se ha adueñado del niño y lo primero que debemos hacer es ayudarle a apaciguarse para poder más tarde tener una conversación donde sea capaz de escuchar.

En definitiva, se trata de intentar convertirnos para ellos en una base segura que esté disponible para hacerse cargo de esas emociones tan intensas que experimentan y que ellos solos no tienen capacidad de manejar, e ir haciéndoles de espejo para ayudarles en la construcción de esa planta superior.

Nos puede resultar de gran ayuda revisar los patrones que utilizaron nuestros padres con nosotros y hacer los ajustes que creamos necesarios para no repetir con el “piloto automático” unas pautas que quizás no nos ayudaron a nosotros mismos a una óptima integración.

Fomentar aptitudes como la empatía a través de preguntas (¿Cómo crees que se siente la niña del cuento?) o el sentido del humor y la lógica a través de los chistes y las adivinanzas, ayuda al desarrollo de un cerebro en positivo mucho más que exponer a los niños a la humillación tóxica, a las críticas excesivas o a la no atención de sus estados emocionales y sus demandas.

 

Belén Muñoz.

Psicóloga en el Centro Rehabilitador Psicosocial de Cáceres.

Madre de alumnos del Colegio Licenciados Reunidos.